miércoles, 26 de octubre de 2016

El experimento de Dios

No sabíamos quiénes éramos, sólo sabíamos que un día nos despertamos aquí, en estas casas de piedra, observados por ese ojo negro gigante, que nos miraba desde el infinito. Nos habló, éramos sus conejillos de indias, sus ratas de laboratorio, sus esclavos. Desde el primer día nos lo dejó bien claro: Obedecer o morir.

Éramos seis hombres y seis mujeres adultos, nos llamábamos según el puesto que ocupábamos de mayor a menor en cuanto a edad. Yo era Duodécimo, el más joven, aunque no sabía cuántos años tenía en realidad. El ojo, que nos ordenó llamarlo Señor, nos puso unas normas a seguir: Conseguir a una pareja del sexo opuesto, no ser violentos ni discutir con los demás, a menos que el Señor nos lo ordenase, no pensar nada, tramar nada ni decir nada a espaldas del Señor, y por supuesto, obedecerle sobre toda circunstancia, incluso si implicara algo horrible, como matar o suicidarte.

No teníamos ropa, íbamos desnudos, pero no era problema, ya que no hacía frío allí, y el Señor nos ordenó no tenernos vergüenza unos de otros. El primer día, nos indicó conseguir una pareja, y después, en nuestras casas, tener relaciones con ella, incluso si ésta no quisiera, hasta fecundarla. Ninguno queríamos, pero no teníamos elección; el castigo del Señor sería horrible.

Él nos observaba todos los instantes del día y la noche. Incluso sin observar, sabía qué hacíamos en cada momento. Había seis casas en total, juntadas en un terreno parecido a un descampado desierto, pero limitado por una gran cúpula transparente. Más allá, sólo se veía luz, si era de día, u oscuridad si era de noche. En cada casa vivíamos una pareja, la mía era Octava, una mujer algo más mayor que yo, morena con los ojos marrones. Nuestra comida surgía automáticamente de los frigoríficos de las casas, cada vez que el Señor nos lo ordenaba, lo abríamos y la comida aparecía en él.

Las mujeres eran obligadas a masturbarse y tener relaciones entre ellas ante el Señor, con la amenaza de matarlas si no lo hacían. Cada día nos ordenaba cosas más siniestras. Un día, me ordenó pegar a Octava, y después que ella me pisara y caminara sobre mi estómago. Nos costó mucho, pero teníamos que obedecer. A Segundo lo obligaron a beber la orina de Séptima, y a Primero, el más mayor, le obligaron a empacharse de comida, para luego vomitar en la boca de Décima.

Meses después, cuando nacieron nuestros hijos... Fue horrible.

El hijo de Quinto y Undécima murió al nacer, por lo que el Señor les obligó a comerse el feto muerto, delante de todos nosotros, y después tener relaciones en el charco de sangre. Cuando nuestros niños empezaron a crecer, obligaron a Tercero a violar a su hija, amenazándole de matarla lentamente si no lo hacía. Obedeció, pero poco después, él, su hija y su pareja se suicidaron con unos cuchillos de la cocina. Otros cinco más se mataron entre sí a golpes. Cuatro murieron castigados por el Señor, por no obedecer la orden de hacer sangrar a sus hijos a arañazos.

Sólo quedábamos Quinto, Undécima, Octava, mi hijo y yo. El Señor nos ordenaba cada vez cosas más mórbidas: Herirnos a nosotros mismos con piedras, pegar a nuestra pareja hasta que sangrara por la nariz, hacer nuestras necesidades encima de alguien... Cada vez peor, como si quisiera poner a prueba nuestra cordura.

Un día, a Undécima le ordenó asesinar a Quinto, y después comer sus vísceras y sus sesos delante de nosotros. Después de éso, ella se quitó la vida, tragándose los huesos de su cadáver, asfixiándose.

Poco después de éso, el Señor me llamó. Me dijo algo que me hizo llorar, pero no tenía opción:
- Duodécimo, voy a destruir este experimento. Tienes que asesinar a tu familia y así acabar con su sufrimiento, sin embargo, te ordeno que presencies conmigo el final, pues quiero contarte algo.
No quería, sólo deseaba que ésto acabara, pero era mejor acabar con sus vidas rápido y con mis manos que lenta y dolorosamente por el Señor. Así, a la noche, cuando Octava y mi hijo dormían, les rebané la garganta con un cuchillo, de la forma más rápida y eficaz que pude.

Salí de la casa y llamé al Señor. Grité, grité con alaridos y llantos que ya los había matado, que acabara con ésto ya. Su ojo apareció en el oscuro cielo, y me contestó:
- Tranquilo, Duodécimo, no te preocupes. Ahora terminaré con este experimento. Pero antes, quiero contarte quién eres, y por qué hice ésto.
Escuché atentamente antes de morir:
- Yo os creé a vosotros hace miles de años, como plaga para la Tierra. Para probar vuestra moral y vuestros límites, os encerré a varios aquí. Hasta el día de hoy, he estado reflexionando y pensando, basándome en vuestras acciones, en si de verdad fue buena idea perdonar a la Humanidad. Ahora, destruiré este experimento, y además a toda la Humanidad, para que no quede nada más de la creación. Adiós, Duodécimo.
Antes de que él terminara de hablar, yo me reí y le dije descaradamente:
- No sé de qué estás impresionado, Señor.
- ¿A qué te refieres? -preguntó.
- Tú eres Dios.
- No. Yo soy Lucifer. Dios me ordenó hacer este experimento, con la promesa de llevarme posiblemente a toda la Humanidad al Infierno.

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